Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1854-1856 (Cortes Constituyentes de 1854 a 1856)
Sesión: 11 de diciembre de 1855
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: n.º 264, 8.977, 8.978
Tema: Voto de gracias al ingeniero de minas D. Manuel Fernández de Castro por el invento de un sistema de señales eléctricas para evitar choques en los caminos de hierro

El Sr. SAGASTA: Ni voy a hablar como hombre de partido, ni como tales a vosotros me dirijo hoy, señores Diputados; antes por el contrario, deseo que prescindiendo, siquiera sea por breves momentos, de esas cuestiones que tiempo ha nos vienen agitando y nos han de agitar todavía, y que si no son todas políticas, con la política están más o menos directamente relacionadas, entremos en otro campo más vasto donde quepan todas las opiniones que a los hombres tienen más o menos divididos, donde muerto el espíritu de partido, aquellos se unan y se estrechen, para que cumpliendo con su principal misión, marchen por el único camino que sin dudas ni vacilación para nadie nos conduce al bien de la humanidad; y precisamente de una cuestión de esa clase es de lo que se trata en esa proposición que en este momento se presenta a la deliberación de la Asamblea, para la cual solicito de vosotros breves momentos de atención.

Un compatriota nuestro, un español, el ingeniero de minas D. Manuel Fernández de Castro, acaba de dar un día de gloria a su país descubriendo un sistema de señales eléctricas para evitar los choques y otros accidentes en los caminos de hierro. No me detendré a explicaros en qué consiste el descubrimiento motivado de esta proposición, porque no es de este lugar; pero permitido me será deciros cuatro palabras del cómo puede y debe considerarse.

Tal es la altura a que ha llegado en nuestros días la máquina locomotora, que su organización y sus funciones pueden naturalmente, sin violencia ni esfuerzo alguno, compararse con la organización y funciones del cuerpo humano. El carbón y el agua, he aquí las dos materias que constituyen el alimento de esta máquina: pues bien; por medio del fuego se verifica la vaporización; y el vapor, partiendo de un punto y marchando por varios conductos, es el que da movimiento y vida a la máquina, de la misma manera que la sangre, partiendo del corazón y marchando por las venas y arterias del cuerpo humano, le da también vida y movimiento a éste; el vapor, pues, en la máquina locomotora, es la sangre en el cuerpo humano. Aquella como ésta trata de satisfacer sus necesidades: pide agua cuando agua necesita; fuego, cuando el fuego le hace falta; si la cantidad de vapor es superabundante, si tiene exceso de vida, si tiene, digámoslo así, plétora de sangre, la máquina lo avisa, la máquina se desangra, la máquina da salida a ese exceso de vitalidad; si, por el contrario, la cantidad de vapor es pequeña, la máquina también lo indica, la máquina también pone remedio para que la debilidad de sus fuerzas no llegue al extremo de destruir el movimiento.

Así, pues, la locomotora viene funcionando semejantemente al cuerpo humano, y hasta cierto punto puede decirse que conoce todas sus necesidades, que prevé todos los peligros que dentro de sí misma encierra, y que procura satisfacer aquellas y conjurar o destruir éstos, o que cuando menos procura llamar en su auxilio a los encargados de uno y otro objeto.

Bajo este punto de vista, pues, la locomotora pudiera compararse al hombre ciego que prevé, que conoce, que evita todos los peligros que dentro de sí mismo tiene, pero que no apercibiéndose de los obstáculos que fuera de sí se le presentan, está expuesto a cada momento a tropezar y a estrellarse con ellos. Hasta aquí llega la perfección de la máquina; pero el ingeniero D. Manuel Fernández de Castro no estaba satisfecho con esto; quería más, quería que esa máquina se apercibiese de los peligros que exteriormente pudieran presentársele, de la misma manera que se apercibía de los que encierra en sí misma, y el Sr. Castro lo consigue; es decir, señores, que el Sr. Castro ha proporcionado, digámoslo así, ojos a la máquina locomotora, la ha dado vista; es decir, la ha perfeccionado hasta el punto de podérsela comparar, no ya con el hombre ciego, sino con el hombre de excelente vista. A esto es, en pocas palabras, y de una manera para todos perceptible, a lo que viene a reducirse el invento, base de esta proposición; invento, señores, que evitará muchas desgracias, hará desaparecer infinitos peligros, renacerá la esperanza de muchos que tienen temor de entregarse a esos elementos grandiosos de comunicación, y borrará hasta cierto punto de la memoria tristes recuerdos de terribles desgracias en los ferrocarriles acaecidas.

Pero al joven autor de este invento todavía le parece poco, y una vez visto que los ensayos han correspondido a sus cálculos, una vez visto que la aplicación es grande, es facilísima, ha dicho: he descubierto una cosa importante para la humanidad; pues a la humanidad por completo se la entregó; y teniendo como tenía el privilegio exclusivo de su invento en Francia, en Inglaterra y en su país la España, en una reverente exposición, como pocas pero modestas y sentidas palabras, pide encarecidamente a S. M. que se digne aceptar la cesión de su privilegio en beneficio del dominio público, dando así una prueba de verdadero y desinteresado patriotismo.

Su Majestad, que no perdona ocasión de premiar lo que premiarse debe, se apresuró a premiar un invento que tantas vigilias había costado, y respecto al cual tanto desinterés había manifestado su autor; le concedió un ascenso en su carrera, le condecoró con la cruz de Carlos III, y le pensionó para ir al extranjero a adquirir la suficiente instrucción para el completo desarrollo de tan privilegiado talento. Pero si esta recompensa es bastante para el ingeniero, no lo es para el hombre que da a la humanidad generosamente todo el fruto de sus desvelos y de sus trabajos. Este sacrificio necesita que el país le manifieste de una manera solemne toda su gratitud. Verdad es que la gratitud nacional es un premio grande; pero a él puede aspirar el hombre modesto y honrado que se propone ser útil de una manera notable a su país: el premio es grande, sí, pero le merece el inmenso beneficio que acaba de hacer a su país y a la humanidad entera el ingeniero Fernández de Castro: este es un premio que honra tanto al que lo da como al que lo recibe. Y así lo comprendisteis ayer, Sres. Diputados, cuando al buscar yo las firmas que el Reglamento exige para esta proposición, todos queríais poner la vuestra. No es extraño; porque de todo lo que aquí hagamos lo más imperecedero será sin duda el acuerdo que recaiga sobre esta proposición. [8.977] Quizás nosotros tengamos el disgusto de presenciar en los últimos años de nuestra vida el derrumbamiento de todos los edificios que aquí estamos levantando; quizás tengamos el disgusto de ver convertido en ruinas lo que ahora con tanto afán aquí construimos: un monumento, sin embargo, quedará en pie en medio de esas ruinas. ¿Sabéis cual es? El acuerdo que sobre esa proposición recaiga; porque el motivo de este acuerdo no pertenece a ningún partido, a ninguna época dada, a ninguna localidad determinada; él es de todos los partidos, de todas las épocas, de todas las localidades; él es, en fin, de la humanidad. ¿Y qué Cortes vendrán a destruir el acuerdo que aquí adoptemos como gratitud nacional por un beneficio hecho a la humanidad? Ningunas; todas, absolutamente todas lo respetarán y acatarán.

Y basta ya, señores; que si más os dijera, os defendería; ni aun lo dicho hacía falta para convenceros de lo que como yo estabais ya convencidos; pero estas breves palabras, más bien que confeccionadas en la cabeza nacidas del corazón, en hora de quien más merece sean dichas, aunque por mí valgan poco; y dichas sean también para que sirvan, digámoslo así, como de preámbulo al favorable acuerdo que indudablemente tendréis la bondad de dar a la proposición que con otros seis Sres. Diputados he tenido la honra de presentar a vuestra ilustrada consideración.



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